jueves, 24 de mayo de 2007

Los ojos duelen


Los ojos me duelen cuando no se cubren con el visor. La luz lastima cuando no se la está intentando atrapar y la gente me reconoce si no estoy cubriéndome la cara con el armatoste tecnológico que me da vida.

A él le pasa seguido y cada vez más seguido. Sus ojos le duelen.

Le duelen porque cada vez más líneas se posan a su alrededor. Le duelen porque los sabe llorones. Que pese a las líneas a su alrededor no dejan de portarse como mocosos.

Le duele saber que tras esos ojos casi no hay nada, o pensar que no, no hay nada. Que él nada más es ojos.

Ese brillo que le encanta a otros y que es resplandeciente en el espejo le es absolutamente perturbador. Porque cuando se enfrenta a ese reflejo se imagina viéndose y se reconoce sintiéndose y sintiéndose mal al verse. Porque pese a que sus ojos vean bien y vean bellezas muchas veces, verse a sí mismos es doloroso.

Doloroso porque en ese verse no se ve nada. Porque nada es lo que él ve cuando se ve. Y verse nada y sentirse nada cuando se ve lo mata. Y morir significa que esos ojos ya no ven más. Y si esos ojos ya no ven más pues nada es nada porque ya nada se ve.

Y le duele, los ojos le duelen. Le duele saber que es doloroso verse, que lo único que ve cuando se ve es nada y que nada es cuando no ve.

jueves, 3 de mayo de 2007

No lo dejaré…


Foto: Reo del 23




Por: Reo del 23

Sin ningún intento de convertirlo en entusiasta, pero él necesita que lo ayude en su sacudón. No más corrosión para su cabeza. Las lenguas, las presiones, las opresiones lo toman por el cuello y lo estrangulan hasta matar.
Se retuerce, sus recuerdos en la cama lo revuelcan y lo toman de cabeza. Pero él no se deja, yo lo ayudo y no se deja. Saca su mano, la agita con furia, desde el puño cerrado se deja ver una puntita y del fondo de la almohada saca su arma letal. Se la pone y se abraza. Su olor lo comienza a contagiar. El valor se apodera de él y toma su forma. Los verdes, los cafés se adueñan del cuarto hueso y las fobias y las rabias no pueden más que huir. Los colores se funden y lo cobijan. Ahora está más grande. Su cara ya no tiene congoja y el seño fruncido y triste desaparece. Sus labios dicen valor y sus ojos solo botan fuego y coraje. El puño lo cierra más, pero el papelito no se corruga.
Brinca de las sábanas y se hace más grande. En dos pasos recorre su espacio y lo domina solo con verlo. Las entradas, las salidas, están todas en su poder. Y se siente fuerte. Fuerte es la vibra que emite y contagia.
Vuelve a vivir, sabe que ese valor lo ha seguido siempre y que la locura momentánea deja de pasar revista su cuerpo, deja de atormentarlo, deja de sentirlo débil.
Se serena, se acomoda y toma con seguridad la masa que molda a diario. Su trabajo se incrementa y el se inspira. Cierra más su puño y se inspira.
La calle bulle y él la atraviesa, todos lo miran y él atraviesa. El puño cerrado asusta a muchos y se retiran. Alfombra roja se crea a su paso que ya no es cansado.
Mira al frente y crece. Todo está bajo su dominio. Un aire nuevo lo alimenta desde allá arriba. Abajo su puño aprieta con fuerza sin corrugar el papelito.
Cuando la huele, cuando la siente, cuando la toca él se apodera, se apodera de sí mismo, su mundo es suyo nuevamente y el de los otros está a su merced.
Eso le pasa cada que se inspira en ella, cada que abre la mano y ve su sonrisa en el papelito, cada que la besa despacio y se contagia de su sabor, de los escalofríos que le recorren cada que su piel se junta al papelito, es su imagen, su presencia la que lo motiva.
Pero a veces desespera y huye, se deja llevar por los desvaríos. Es allí cuando entro yo a sacudirlo, a lanzarle la bofetada precisa, para que cuando se niegue a abrir la mano y verla sepa que me tendrá ahí a mi para recordárselo, para decirle que mientras empuña una mano la otra se abre lento para dejarle ver a quien lo inspira.
Y si se le olvida, que esté tranquilo, que yo se lo recordaré, que yo no le dejaré caer nuevamente en el estrangulamiento de las lenguas, las presiones y las opresiones.

Cansado



Por: Reo del 23, nacido un 23

Mi amor:

Me cansé de esperar. El perro del micro mercado de enfrente me ve con ganas, como si yo fuese un poste, y las viejas del salón de belleza no paran de elucubrar historias conmigo. Siento las púas de sus miradas. Imagino que creerán que estuve como un imbécil esperándote toda la tarde, como todas las tardes.
Creo que me harté. Me harté de verte salir huyendo desesperada de cada uno de nuestros encuentros, de soportar todos tus planes, de las compras, de los tés con tus amigas, del domingo religioso donde la suegra, de tus vacaciones eternas, de tu trabajo asfixiante, de tus gustos, de tus ascos, de tu moda, de tu pop y tu música para planchar, de tus compañeritos del trabajo y los del inglés, todos esos que me saludan con hipocresía cuando me ven aparecer y agarran fuerte tu cintura cuando se despiden. Me cansé de saber siempre que finges en la cama, me cansé de hacerme el cojudo y me cansé de esperar, me cansé de intentar que te enamores de mi.
Porque esto no es de intentar, esto no es de cumplir a la perfección el papel de perrito faldero. Pero lo intenté y cumplí, claro, a la perfección mi papel de perrito faldero. Pero me cansé. Por fin!, diría mi madre.
Que andarás haciendo ahora? Ahora que ya perdí la cuenta de las tardes que espero en vano que pases por el umbral de la puerta, cruces la calle y subas al bus de mi mano.
Qué andarás haciendo ahora? Tonta pregunta con la que trato de evadir la verdad de siempre, la que sé, la que siento, de la que soy testigo. Andarás viviendo, porque desde hace mucho que tu vida dejo de serlo conmigo, desde hace mucho que me niego a darte el sí que esperas: “sí, me largo, no soporto más”. Pero ahora toma, cógelo, te lo doy: “sí, me largo, no soporto más”.
No usaré nunca más las camisas Dior que me comprabas en navidad. Volveré a beber, aunque el whisky está en la alacena desde que decidiste no visitar nunca más. Comeré hamburguesas el día entero junto a la cola de naranja que tanto detestas y todo sobre la cama.
Ni una telenovela más, ni una comida vegetariana más, cancelaré mi ficha en el gimnasio y con todo lo que ahorraré en comidas, chocolates y paseos me compraré la moto que tanto quiero, para largarme un poco más lejos.
Me voy, comienza a llover, la señora que vende las flores me pregunta por qué hoy no le he comprado nada. Ya no habrá más rosas sobre tu mesa, esas que tu desprecio no admitía, pero que tu ego siempre las recibió como premio. Ahora que te las compre tu profesor de inglés.
Te amo.

Publicado en: arte para desplumarte

Reymundo Santos Gangotena, abogado


Foto: Reo del 23

Por: Reo del 23

Horrible, húmedo, negro y arrugado. –Es una preciosura!- Decía su abuela al verlo por primera vez casi sin identificarlo en la hilera de guaguas que habían llegado al mundo esa mañana en la maternidad.
Su primera pulsera lo identificaba. Escrito a mano, en azul, decía claramente Reymundo Santos.
Con destreza magistral las enfermeras del recinto hospitalario llevaban uno a uno a los bebés fresquitos donde sus orgullosas madres. Sonrisa entregaba, sonrisa recibía, a nadie le importaba la sinfonía escandalosa y desafinada que bullía desde las incubadoras hasta el corredor blanquecino.
Digno de su alcurnia, doña Mercedes Gangotena de Santos disponía de una habitación pulcra, alimentada de los mejores aditamentos de bienestar que se podía ofrecer en aquellos tiempos de dictadura para el confort de las partientas: bacinilla de bronce, escupidero de plata, cobija tejida a mano, chancletas de hule para el baño y pantuflas de oveja para las obligatorias caminatas de reposición por el pasillo.
Ramilletes de los más floridos descansaban en la mesita de comer, junto a la sopa fría de pollo, al puré con carne y a la gelatina que doña Mercedes dejó a medio camino ya que su repulsión y sus náuseas no permitían que bocado alguno pase por sus sistema.
Y es que su caso, médico, fue bastante sui géneris para los doctores. Si bien los gritos de dolor de las primerizas son comunes ya entre los galenos y sus ayudantes, los de doña Mercedes eran verdaderamente aterradores. Carmita, la enfermera más antigua del hospital tuvo que ser llevada de urgencias a una clínica privada para tratarle la profunda sordera que le causaron los aullidos de Mercedes Gangotena. A dos auxiliares más se les atendió en la misma maternidad de los profundos aruñazos que recibieron sus brazos y que necesitaron sutura. Jaime Costales, el médico de turno fue el único beneficiado con el bochinche ya que la certera patada que recibió de doña Mercedes le ayudó a expulsar la muela del juicio que lo atormentaba desde hace semanas.
Y es que Reymundito, como lo llamaban en la casa su madre, tías y abuelas siempre fue un dolor de cabeza.
En el Centro Especializado en atención para infantes, como su madre llamaba a la guardería en la que el guagua creció en sus primeros años, causó varios traumas. Todos sus compañeritos crecerían con horror al fútbol, a las cogidas, a subirse a una bicicleta, a bañarse en una piscina, a las fiestas de cumpleaños y a los regalos de navidad. Y otros con fobia a todos, a los perros, a los gatos, a los conejos, pero sobre todo a los niños. Después de sus años junto a Reymundito nunca fueron los mismos.
En la escuela y el colegio, sus padres, aunque siempre reacios a los cambios modernos, optaron por uno, de esos pocos católicos mixtos, regido por monjas canadienses. Ahí las de los traumas fueron las niñas. Todas ahora odian a los hombres.
Más que el Mercedes gris año 81 que decoraba la cochera de los Santos Gangotena costó el título de abogado de la República al que accedió Reymundito y con el que gracias a los favores que los encopetados de derecha debían a su padre llegó hasta lo más alto de la judicatura.
El Ministro Juez Santos Gangotena dirige desde allí, durante las dos horas que asiste y por las que gana setecientos salarios mínimos al mes, las riendas de una de las organizaciones más respetables y despreciables de la sociedad quiteña.
Son las 11:00 de un martes cualquiera, un chirrido de llantas suena frente al edificio central del Ministerio Fiscal. Jacinto Nazareno, regordete y atemorizante moreno oriundo de San Lorenzo se baja con prisa del sedan de vidrios polarizados y mientras cruza por detrás del auto elegantemente abotona su chaqueta que se explota por el enorme vientre. Abre la puerta y como en cámara lenta, salido de película de gansters desciende Reymundito, a quien sólo le gusta que lo llame así la Patricia Meza, esbelta montubia que conoció en el Café Rojo. Cuatro pelos al viento, que se revelan de la raya junto a la oreja que se hace todas las mañanas cuando se peina, dejan ver que la redondez de su calva es casi tan perfecta como la de su panza. Nunca faltan las gafas Rayband, compradas en unas vacaciones en Atacames, botas vaqueras negras, punta de alfiler, con un trébol bordado, son las compañeras ideales de los casimires que le fabrica Teodoro Coello, un sastre de la vuelta del recinto judicial y con los que Reymundito se siente dueño del mundo.
Doctor!, buenas doctor!, doctor que gusto!, saludan hipócritas todos los acólitos de la judicatura.
De cuatro escritorios perfectamente distribuidos en un cuarto beige, todos con sus respectivas máquinas de escribir marca Brother y con pilas de juicios que parecen edificios, salen José Enríquez, Eugenio Nieto, Ángel Esterillas y Carmen (Carmita para el jefe) Cárdenas, que trabajan años junto a Reymundito, desde que es Ministro juez, y quienes acumulan traumas dignos de un filme alleniano.
Raymundo entra, se levantan en fila militar, todos al unísono: doctor buenas! mientras Carmita, coqueta con su minifalda, le sirve el café y el periódico. Él la pellizca justo en el terciopelo de la falta y le lanza un guiño matador, como todos los días.
El tronar de la mecanografía invade de apoco la oficina nuevamente, Reymundito se acomoda, deja el maletín a un lado de su sillón, sorbe su café, su vista se sumerge en lo interesante del titular “Atrapan a marido celoso que mató a su mujer con navaja de afeitar” y el sueño y el calor de la mañana se apoderan de él. Sus ronquidos serán disimulados por sus acólitos con un tecleo desesperado. Esa será la clave para Jacinto.
Son las 11:05, así es la rutina, Jacinto se parará en la puerta y con la inexplicable frase de “no hay sistema” no dejará que ningún entrometido intente sacar un juicio mientras las miradas de los cuatro escritorios se posan hipnóticas en la telenovela.
Reymundito sueña, sueña con aquel día en el que le entregaron la placa nuevita que hay sobre la mesa: “A Raymundo Santos Gangotena, por sus 25 años al servicio de la patria, sus compañeros los judiciales”.

Publicado en: arte para desplumarte